viernes, 7 de septiembre de 2007

AMOR DE VERANO

Había estado un buen rato hablando por el móvil en un rincón. Cuando terminó se acercó a la barra con el gesto un tanto descompuesto y me pidió un whisky de malta sin hielo. Tardó menos en bebérselo que yo en servírselo. Sin palabras por la sacudida del lingotazo, señaló la copa prematuramente vacía pidiendo otro. Cuando recuperó el aliento me dijo:
- Disculpe la ansiedad, pero es que acabo de tener una extraña conversación telefónica que me ha dejado muy desconcertado.
Suspiró, dio un sorbo pequeño a la nueva copa y me contó.
- Resulta que durante estas vacaciones en Zahara mi hijo se echó una novia. Una niña nórdica muy simpática. A la vuelta mi hijo se intercambiaba mensajes con ella a través de mi móvil, pero pronto se aburrió y dejó de contestarle. Ella seguía mandando mensajes y a mi me dio pena. No sé por qué lo hice, pero empecé a responderle yo. Ella me contaba cosas del internado en el que estaba y yo le contaba cosas de mi supuesto instituto. Entre mensaje y mensaje ella me recordaba lo dulces que eran mis labios, los de mi hijo claro, y yo le comentaba cómo echaba de menos aquella lengüecita suya tan juguetona. Y así ha ido pasando el tiempo. Hoy, al llegar aquí a la salida del trabajo, me disponía a mandarle un mensaje pero, por error, en vez de hacerlo he realizado una llamada normal.
Volvió a beber como si intentara asimilar lo sucedido y continuó.
- Me ha contestado un caballero. Era el padre de la chica. Y hablando y hablando hemos reconstruido la historia. Su hija se olvidó de mi hijo nada más volver a su país, pero él sintió lástima de aquel muchacho español tan amable y había estado contestando sus mensajes a escondidas. Y de repente he comprendido que llevaba varias semanas coqueteando con un señor de Oslo.
Hizo una pausa y prosiguió:
- Y lo peor es que me estaba gustando.
Y con tristeza me pidió un tercer whisky que sólo se pide así cuando uno intenta olvidar una historia de amor perdida.

domingo, 2 de septiembre de 2007

EL SABELOTODO

En todos los bares del mundo hay un “listillo”. Los que estamos detrás de la barra los reconocemos al instante. Hablan alto y se gustan, se gustan mucho. Pero lo de aquel tipo era un poco excesivo.
- Estaba claro que el gran enfrentamiento del siglo XXI iba a ser entre la cristiandad y el Islam –dijo con su engolada voz de barítono-. Llevo siglos diciéndolo.
La clientela le miraba con disimulo pero con extrema atención y ni siquiera reparaban en las bonitas caderas de un proyecto de actorcilla muy mona que deambula por el bar y que siempre se me va sin pagar, aunque yo me hago el tonto.
Y ya metido en faena y con la atención del público captada, siguió hablando de todo lo divino y de todo lo humano. Que si él había anunciado la invasión de Irak, la victoria de Zapatero, la fecha exacta de los siete últimos desastres naturales, la crisis de la vivienda y hasta aseguraba saber el día exacto en el que el Papa dejaría vacante su puesto en el Vaticano.
-Si es que no me hacen caso y, claro, así les va como les va – dijo atusándose coqueto y ampuloso el cabello blanco.
Me estaba resultando un poco cargante pero era un tipo importante y famoso y le daba prestigio al local, así que no tuve más remedio que aguantar sacándole brillo a un vaso y con la mirada perdida en el infinito como hacemos en el gremio cuando hay que soportar lo inevitable. Por fin, tras un largo rato, le oí decir las palabras mágicas, tan esperadas, a su acompañante:
-Jesús, paga las cervezas que nos vamos.
Su melenudo y barbado compañero abonó el importe de las consumiciones y se dirigieron con mucha pompa y sabiéndose observados hacia la puerta.
No sé los clientes, pero yo he de confesar que cuando Dios salió del local me quedé mucho más tranquilo, y ni siquiera me importó que esa paloma blanca que siempre acompaña al Padre y al Hijo me hubiera dejado una húmeda y brillante pestilencia en una de las elegantes banquetas. No dejaron propina.

lunes, 27 de agosto de 2007

TERRIBLE PÉRDIDA

Para un barman cada cliente es un reto personal. Una palabra cómplice, un gesto amigo, recordar sus preferencias, son los detalles por los que transita la profesionalidad de los que estamos al otro lado de la barra como paraguas de la pena.
Se llamaba Francisco y era agente de ventas, pero los clientes habituales que le conocían de más o menos vista le llamaban “Paquito Minibar”. El apodo respondía a su costumbre de acercarse a la barra y pedir un lacónico refresco con mucho hielo. Cuando pensaba que yo no le veía sacaba una gastada petaquita forrada de cuero y se escanciaba un generoso chorreón de ginebra sobre la gaseosilla, convirtiendo el bebedizo en un rudimentario cóctel. Dios ampare su ruindad o su pobreza. Pero aquel día estaba distinto. Triste y cabizbajo como un pirata sin chica guapa y sin botín.
- Ha sido una perdida irreparable –me dijo.
Yo no le contesté. Miro a los ojos pero nunca contesto. Los clientes ponen el resto.
- Lo pasé mal cuando murió mi padre –continuó-. Y cuando mi mujer se fue con aquel compañero de trabajo. Creía que lo sabía todo sobre el dolor, pero no era cierto.
Señaló al refresco con ese gesto inequívoco de que le pongas otro. Se le veía desamparado así que se lo serví, me giré e hice como que le quitaba el polvo a las botellas más antiguas para darle tiempo a que hiciera uso de su escondida petaca.
Era un cliente miserable pero después de que contara lo que le había ocurrido, estaba dispuesto a perdonárselo todo. Quienes hemos pasado por ese amargo trago sabemos que, aunque resulta inevitable, siempre nos coge por sorpresa. Cuando volví a mirarle, aprovechó para repetir su lamento.
- ¿Por qué? ¿Por qué lo haría? ¿Por qué pulse sin querer aquella tecla que borró el disco duro de mi ordenador? Y aunque Paquito Minibar no era uno de mis clientes favoritos, no pude evitar pensar para mis adentros un solidario: “maldita informática”.

jueves, 16 de agosto de 2007

SIN ESCRÚPULOS

Era menudo y delicado como un pajarito. Más que hablar piaba como si estuviera en el nido pidiéndole a mamá pájaro un gusano que llevarse al pico. Con esa voz pedía su consumición. Pero en este caso yo era la pájara, y un “Manhattan” de vermú, whisky canadiense y angostura, el embriagador gusano.
Le serví su copa, la cogió con sus dedos finos y blancos, limpió el borde con una servilleta de papel. Al ver mi gesto de contrariedad, explicó:
- Le pido disculpas. No dudo de las perfectas condiciones higiénicas de su establecimiento, pero son viejas manías.
Probó su cóctel, hizo un gesto de asentimiento y continuó.
- Yo antes era muy escrupuloso. Tenía la sensación de vivir en mundo lleno de gérmenes. Y todos ellos dispuestos a entrar en mi cuerpo a través de mis manos. Todo lo que tocaba parecía estar contaminado, aunque su aspecto fuera reluciente. Imaginaba la lepra acechando en la manilla del taxi, el herpes más terrible agazapado en el botón del ascensor, sífilis en copa, tuberculosis en el bolígrafo común del banco o del notario. Tras cada gesto que hacía corría a lavarme las manos compulsivamente, y cuando terminaba de secármelas meticulosamente pensaba en quién habría usado aquella toalla antes o en qué operario con las manos llenas de orines habría colocado el recambio de las de papel.
Hizo una pausa para volver a probar su bebida y continuó:
-Y volvía a lavármelas una y otra vez intentando borrar lo imborrable. Complejo de Pilatos, creo que le llaman. Pero afortunadamente todo terminó. Tanta y permanente humedad me provocó la aparición de un extraño hongo.
Apuró su copa, dejó delicadamente el importe de su consumición sobre la barra y mientras se marchaba concluyó con una sonrisa extraña:
-Así acabó mi manía. Estos hongos son terribles, pero ahora el que contamino soy yo.
Cuando salió cogí su copa con un trapo y la tiré a la basura. Y tiré el trapo. Y el dinero. Hay ideas francamente contagiosas.