miércoles, 11 de julio de 2007

EL JUGADOR

Era jugador profesional. Había jugado en todos lados. En partidas privadas desde Londres a Hong-Kong. En el campeonato de póquer de las Vegas. Le conocían los encargados de sala en Estoril, había estado a punto de hacer saltar la banca en Montecarlo y en el casino de Madrid le llamaban por su nombre. Aseguraban quienes le conocían que era capaz de memorizar todas las cartas que iban saliendo del mazo en una partida de black-jack. Al menos eso contaban. Y viéndole, nadie lo ponía en duda. Tenía dedos finos y una mirada de caimán que parecía leerte los más oscuros y profundos pensamientos. Me pedía siempre un café descafeinado que yo le servía con leche templada. Sólo se ponía medio azucarillo, ya que aseguraba que el azúcar y el alcohol producen una euforia fatal en una partida, y él jamás perdía la compostura. En el bar le respetaban porque sabían que aquel hombre conocía los oscuros caminos por los que transcurre el azar, como si fuera un sacerdote negro de los designios del juego. Pero aquel día sucedió algo imprevisto. Llegó el repartidor de cerveza, que le conoce porque hace tiempo que sus horarios coinciden, y le lanzó un sonriente envite:
-Qué, don Julián, ¿nos jugamos una caña a los chinos?.
Un silencio profundo se instaló en la sala, como en las antiguas películas cuando el pistolero de guantes negros cruzaba las puertas batientes del salón y se enfrentaba al sheriff que bebía zarzaparrilla en la barra. Toda la clientela miró expectante al maestro. Él no movió un solo músculo de la cara. Introdujo la mano en el bolsillo del pantalón e iba a sacar la mano con sus monedas, cuando el repartidor le dijo:
-Tres con las que saques.
Miró a su oponente a los ojos y en la mirada risueña del repartidor, que extendía su mano grande y peluda, vio el abismo. Supo que llevara las monedas que llevara en la mano, había perdido. Era el fin de la leyenda del jugador. Y por primera vez en su vida le tembló el pulso antes de decir “dos”. Y perder.

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