Había estado un buen rato hablando por el móvil en un rincón. Cuando terminó se acercó a la barra con el gesto un tanto descompuesto y me pidió un whisky de malta sin hielo. Tardó menos en bebérselo que yo en servírselo. Sin palabras por la sacudida del lingotazo, señaló la copa prematuramente vacía pidiendo otro. Cuando recuperó el aliento me dijo:- Disculpe la ansiedad, pero es que acabo de tener una extraña conversación telefónica que me ha dejado muy desconcertado.
Suspiró, dio un sorbo pequeño a la nueva copa y me contó.
- Resulta que durante estas vacaciones en Zahara mi hijo se echó una novia. Una niña nórdica muy simpática. A la vuelta mi hijo se intercambiaba mensajes con ella a través de mi móvil, pero pronto se aburrió y dejó de contestarle. Ella seguía mandando mensajes y a mi me dio pena. No sé por qué lo hice, pero empecé a responderle yo. Ella me contaba cosas del internado en el que estaba y yo le contaba cosas de mi supuesto instituto. Entre mensaje y mensaje ella me recordaba lo dulces que eran mis labios, los de mi hijo claro, y yo le comentaba cómo echaba de menos aquella lengüecita suya tan juguetona. Y así ha ido pasando el tiempo. Hoy, al llegar aquí a la salida del trabajo, me disponía a mandarle un mensaje pero, por error, en vez de hacerlo he realizado una llamada normal.
Volvió a beber como si intentara asimilar lo sucedido y continuó.
- Me ha contestado un caballero. Era el padre de la chica. Y hablando y hablando hemos reconstruido la historia. Su hija se olvidó de mi hijo nada más volver a su país, pero él sintió lástima de aquel muchacho español tan amable y había estado contestando sus mensajes a escondidas. Y de repente he comprendido que llevaba varias semanas coqueteando con un señor de Oslo.
Hizo una pausa y prosiguió:
- Y lo peor es que me estaba gustando.
Y con tristeza me pidió un tercer whisky que sólo se pide así cuando uno intenta olvidar una historia de amor perdida.
















